Un artículo de Eñaut Izagirre, glaciólogo y friend de Ternua.

Estas semanas de confinamiento ya se están haciendo largas, muchos días entre las cuatro mismas paredes, trabajando desde casa (lo cual he podido seguir realizando en mi caso) y llevándolo lo mejor posible. Sin embargo, cada vez son más las ganas de empezar a adaptarnos a un futuro de muchas incertidumbres, encontrarnos a nosotros mismos y con los que nos rodean, y por supuesto, de disfrutar de la libertad de las montañas. Como científico, prefiero empezar a funcionar en un mundo de incertidumbres que quedarnos parados, desgastándonos poco a poco.

Siete largas semanas de confinamiento que me han hecho recordar diferentes situaciones que he tenido la oportunidad de vivir y experimentar en algunas de las expediciones científicas realizadas en los últimos años, y que, por suerte, me han ayudado a sobrellevar mucho mejor este confinamiento. Podría escribir sobre las numerosas expediciones realizadas (junto con sus miserias) a lo largo del intrincado laberinto de fiordos y montañas de la Patagonia y Tierra del Fuego, o de la relativa “comodidad” de realizar trabajos científicos a -35 ºC en Svalbard en invierno del año pasado, sin embargo, hoy quiero proponeros un viaje a una de las islas más remotas del archipiélago fueguino, muy cerca del conocido Cabo de Hornos, pero únicamente visitada por unos pocos de esa multitud de exploradores que navegaron los mares australes entre el siglo XVI y hasta comienzos del siglo XX. Probablemente ni los indios yaganes habitaron ese “último confín de la Tierra” tan bien descrito por Lucas Bridges en su libro.

Confinamiento en la Isla Hermite

Todo comenzó con un mensaje que recibí a finales de 2014: “Eñaut, una expedición de científicos británicos requiere de un asistente para el trabajo que quieren realizar en la Isla Hermite. Son 7 semanas y vais a estar completamente aislados, entre febrero y marzo de 2015. ¿Te animas?”. Hacia meses que no recibía un mensaje tan atractivo; una isla remota de la cual ni conocía su ubicación, siete semanas de entrenamiento y experiencia con la crème de la crème de la ciencia antártica (investigadores del British Antarctic Survey), y completamente aislados de toda civilización a expensas de los fuertes vientos del Oeste (los famosos westerlies), muy típicos en todo el cono austral y el Pasaje de Drake.

Mi respuesta no tardó en llegar: “Por supuesto, que cuenten conmigo”, y así es como a mediados de febrero de 2015 me encontraba navegando al sur del Estrecho de Magallanes para llegar al extremo occidental de la Isla Hermite. ¿Qué es lo que buscábamos allí? Pues básicamente lo que es la tónica habitual de toda esta región, el viento. Mis compañeros de aquella expedición tenían como objetivo entender como han fluctuado estos intensos vientos entre las épocas glaciales (períodos fríos con aproximadamente un tercio de la superficie terrestre cubierta por glaciares) e interglaciares (cálidos como el periodo actual con una décima parte de la superficie cubierta por glaciares). Para ello, nos dedicamos a obtener muestras de agua y testigos de los lagos que se encuentran expuestos a las inclemencias de estos rugientes vientos y otras serie de estudios que tenían como objetivo conocer cómo ha cambiado la intensidad y posición de este cinturón de vientos en el pasado, mejorando así nuestro conocimiento sobre los cambios climáticos pasados, y poder asomarnos con más certeza a lo que pueda ocurrir en el futuro.

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Todos los días salíamos recorríamos distintas partes de la isla para realizar los trabajos científicos necesarios.

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Todos los días salíamos recorríamos distintas partes de la isla para realizar los trabajos científicos necesarios.

Más allá de lo trabajos realizados, aquellas siete semanas de “confinamiento” no fueron cosa de coser y cantar. Nuestra dieta semanal era la misma semana tras semana, típicas cajas de racionamiento utilizados por los exploradores clásicos británicos, pero convertidas en modernas raciones de comida liofilizada, chocolates y comidas de alto rendimiento calórico, que en cosa de pocas semanas terminamos aborreciendo junto con soñar el cordero magallánico que nos esperaría al regreso en Punta Arenas. Asimismo, durante nuestra estancia en aquella isla ventosa temimos por la resistencia de nuestras robustas tiendas patentadas por Robert F. Scott en su búsqueda del Polo Sur, ya que fuertes vientos (¿a eso fuimos no?) de más de 160 km/h nos tuvieron en vela por varias noches. Al fin y al cabo, altibajos de nuestra capacidad, sobre todo, psicológica a la hora poder sobrellevar aquella larga pero increíblemente enriquecedora experiencia lo mejor posible.

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Integrantes del equipo en el campamento y la espera para ser recogidos después de siete largas semanas.

Esperemos, al menos, que mientras dure esta nueva “experiencia”, más compleja, profunda y global que cualquier otra, podamos seguir soñando con los últimos confines de nuestro planeta.

… para así poder volar junto a los cóndores.

 

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