Un artículo de nuestro friend Alberto Iñurrategi, alpinista.

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Me extraña que la gente se extrañe. “¡Has visto que gentío en el Everest!”, repiten unos y otros, escandalizados con la hilera de hormigas que esta primavera ha asediado la cima del mundo. No son de hoy, sin embargo, las hordas de montañeros agarrados a las cuerdas fijas en las pendientes del Everest. En primavera de 1996, hace 23 años, 15 montañeros perdieron la vida en esta montaña, y para entonces las expediciones comerciales estaban en pleno apogeo, y cientos de aspirantes a coronar la cima más alta se agolpaban en sus laderas.

¿Por qué subir al Everest?

Más de una vez me ha venido a la cabeza aquella famosa foto de grandes hileras de gente que, en pleno frenesí por la fiebre del oro, se dirigieron al Yukón (Alaska). Cientos de personas, en fila de a uno, intentando superar las pendientes nevadas del Chilkoot Pass, en busca del Dorado. Hoy en día, todos los años se repiten imágenes muy parecidas en las laderas del Everest. Durante la fiebre del oro, avalanchas de gente se aventuraron a los salvajes territorios del noroeste de Canadá, sin reparar en peligros. Hoy en día, quienes se aventuran al Everest, no buscan precisamente fortuna (han pagado 50.000 euros de media para estar allí), intentan correr el menor riesgo posible (cuerdas fijas hasta la cima, ayuda de sherpas, bombonas de oxígeno desde muy abajo…), pero, entonces… ¿cuál es el Dorado que busca hoy en día la gente allí arriba? ¿Qué fiebre nos afecta?

El Everest se ha convertido en un objeto de consumo. La foto de cumbre es la pieza codiciada de estos safaris alpinos.

Chilkoot_pass

Podemos estar de acuerdo que muchos de ellos son turistas de alta montaña, que el Everest se ha convertido en un objeto de consumo, que en lugar de intentar mejorar las capacidades de uno a la altura de la montaña degradamos la propia montaña a nuestras incapacidades (mediante cuerdas fijas, uso de oxígeno, ayuda de sherpas), que la foto de cumbre del Everest se ha convertido en la pieza codiciada de estos safaris alpinos. No voy a discutir estos extremos. Para muchos el Everest se ha convertido en un capricho o en un desafío personal, pero ¿a caso tenemos nosotros más derecho que ellos para ir al monte? ¿Debemos pedir al gobierno de Nepal que limite los permisos? ¿Se debe exigir una experiencia mínima a quien quiera ascender al Everest (o cualquier ocho mil)? ¿Se debe prohibir el uso de oxígeno artificial? Que vieja es esa costumbre de intentar arreglar el tejado del vecino sin tapar nuestras goteras, que, sin ir más lejos, son numerosas en los Alpes.

Nuevos destinos turísticos

“¡Que gentío en el Everest!”, dice la gente escandalizada. Pero del mismo modo podríamos decir: ¡Que gentío en la Behobia!, ¡Que multitud de ciclistas en la Quebrantahuesos!, ¡Cuanta gente en la larga lista de inscritos para la Zegama-Aizkorri!, ¡Que muchedumbre de corredores en la maratón de New York!”, ¡Vaya locura de gente en los encierros de San Fermín!... Cada uno decide sus propios desafíos, qué es lo que le motiva y satisface y a qué sacrificios está dispuesto para lograrlo, sin que nadie le imponga lo que debe o puede hacer. ¿O, acaso debemos impedir al resto de mortales participar junto a Kilian en la Zegama-Aizkorri, porque no tienen experiencia en maratones de montaña? ¿O a pedir unos mínimos a quienes terminen la Quebrantahuesos tres o cuatro horas más tarde que Haimar Zubeldia? ¿O a exigir una trayectoria previa delante del toro a quienes quieran salir en los encierros?

Cada uno decide sus propios desafíos, qué es lo que le motiva y satisface y a qué sacrificios está dispuesto para lograrlo.

La gente atrae a más gente: Chernóbil se ha convertido en destino turístico a causa de una serie emitida en Netflix, San Juan de Gaztelugatxe e Itzurun están abarrotados de gente a consecuencia de la serie Game of Thrones, la gente se agolpa en Elizondo preguntando por los “txantxingorris”, desde la trilogía del Baztan escrita por Dolores Redondo. Pero estas avalanchas de gente también tienen su lado bueno: en la mayoría de sitios no anda prácticamente nadie. En el mismo Everest, en otoño de 2009, cuando lo intentamos por el corredor Hornbein, estábamos solos en el campo base.

Chernóbil se ha convertido en destino turístico a causa de una serie emitida en Netflix.

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Ir y estar, pero también contarlo

Hoy en día, contar y enseñar lo vivido es casi más importante que la vivencia en sí.

Pero, volviendo a la pregunta inicial, ¿Qué es lo que empuja hoy en día a la gente a atarse a una cuerda fija y subir en fila india al Everest? ¿La pasión por la montaña, disfrutar de una vivencia íntima…? ¿O acaso subir la foto de cumbre a Instagram y otras redes sociales en busca de reconocimiento y la mayor cantidad de “likes” posible? ¿Una combinación de ambas cosas, quizás? Decía Sartre que para que el suceso más trivial se convierta en aventura, es necesario y suficiente contarlo. Añadiría que, hoy en día, contar y enseñar lo vivido es casi más importante que la vivencia en sí. De esta manera, si somos capaces de compartir en las redes el mero disfrute que nos produce zamparnos un par de huevos fritos, ¿cuanto más orgullosos no compartiremos una foto del encierro delante de los toros, o la imagen de cualquier prueba deportiva cruzando la línea de meta con los hijos e hijas de la mano, o la foto de cima del Everest, con todo el mundo a nuestros pies? ¿Es esa la fiebre que padecemos? ¿Es ese el Dorado que buscamos? ¿No se habrá convertido el Everest en el escaparate mayor o la cumbre del modelo de sociedad actual?