Un artículo de Vicente Castro, explorador polar y friend de Ternua. Labrador: una mochila con historia.

Creo que todos hemos tenido alguna vez algo de ropa o material con un significado más allá de su propia función. Un objeto casi “fetiche”, que solo con su nombre o los recuerdos que produce nos transporta allí donde un día soñamos. Yo recuerdo con cariño un piolet “Barracuda” o una bicicleta llamada “FitzRoy”. Pero fue hace poco que cayó en mis manos una mochila de Ternua llamada “Labrador”.

Esta nueva compañera de excursión me ha traído de nuevo, o mas bien “llevado”, a esas tierras del Labrador en las costas atlánticas de Canadá. (Sitúa Labrador en el mapa)

Hace poco que cayó en mis manos una mochila de Ternua llamada “Labrador”.

Labrador, Canadá

La primera vez llegué en uno de esos viajes de cabezota en los que pones el dedo en el mapa lo más lejos que puedes.

Posiblemente, uno de los lugares más solitarios y poco conocidos del norte de América, un territorio que tiene mucho que ver con la marca que la trajo a mis manos, Ternua. Terranova y Labrador, “Ternua” para los primeros en poner su pie en ella, remotas aguas de pesca a la Ballena en el siglo XVI y bien conocidas por los pescadores de Bizkaia.

La primera vez, llegué a ella subido en mi kayak de mar y solo, en uno de esos viajes de cabezota en los que pones el dedo en el mapa lo más lejos que puedes. La segunda a bordo de un velero demasiado pequeño para mares tan grandes.

En Montreal conseguí los mejores mapas que pude o que la paciencia me permitió conseguir, puse el kayak en el techo del coche y comencé a devorar kilómetros hacia “Nouvelle Ecosse”. Un ferry me llevó a “Port aux Basques” en Terranova, y este nombre no sería el único que picó mi curiosidad. Después de cruzar esta enorme isla deje el coche para embarcarme en otro barco rumbo hacia el Labrador y un pequeño pueblo llamado “Black Tickle”.

La larga travesía me llevó a un mundo de antes.

“Un mundo de antes”

Por equipaje, un kayak enorme y un montón de bolsas estancas. Los trabajadores del ferry y algunos pasajeros (ningún turista evidentemente) no comprendían muy bien donde iba yo…. La verdad que mirando las olas, la fuerza del viento y algún pedazo de hielo en el mar yo me hacía la misma pregunta.

La larga travesía me llevó a un mundo de antes, casas de madera torcidas por los vientos, vacías en su mayoría. Habitantes de mirada perdida esperando el próximo barco para emigrar definitivamente. Recuerdos de otra época en la que se salaban toneladas de bacalao o se fundía grasa de ballena. Calderos retorcidos en las playas de roca, anclas y barcas de pesca hundidas en los muelles, trineos para el invierno reposando aún con los troncos para sus chimeneas.

Ni una carretera, ni un aeropuerto en más de 500 km de distancia.

Cada vez que lleno mi mochila de cola de ballena, disfruto leyendo su nombre: “Labrador”.

Alcanzado el estrecho de “Belle Ile”, llegue a playas con restos de tejas y un ballenero construido en Orio que reposa en el fondo de una bahía. Un amigo de allá me enseñó una colección de poleas y clavos que podrían haber salido hace siglos de cualquier forja cerca del Nervion.

Hoy, cada vez que lleno mi mochila de cola de ballena, disfruto leyendo su nombre: “Labrador”.

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