La carrera por la conquista de los ochomiles terminó en 1964 cuando los chinos coronaron el Shisha Pangma. Todo el asunto había corrido a cargo de franceses, italianos, ingleses, suizos, austriacos, alemanes, estadounidenses, japoneses, chinos, un alemán y un neozelandés; y, por supuesto, por nepalíes y pakistaníes anónimos en un número sin determinar, pero sin cuyos esfuerzos nada habría sido posible.

Resulta clamorosa la ausencia en esa lista de expediciones provenientes de la esfera de influencia soviética. Sin embargo, del otro lado del telón de acero había países que contaban con una orgullosa tradición alpinística y que sentían que tenían algo que decir; países donde la precariedad de medios se suplía con enormes dosis de ingenio e intrepidez. En Polonia, particularmente, durante los primeros años 70 se estaba gestando, sin que apenas nadie se diera cuenta, una generación de hombres y mujeres alpinistas que pronto iban a aparecer por el Himalaya para reclamar su sitio en la historia.

Uno de esos hombres era Andrzej Zawada, miembro destacado del Club de Montaña de Varsovia. Fue él quien tuvo la idea, revolucionaria para aquella época, de escalar un sietemil en pleno invierno. La cumbre escogida fue el Noshaq, que con 7.492 m.s.n.m es la montaña más alta de Afganistán. Pero los afganos no vieron nada claro aquel asunto. Creían que era poco menos que una idea suicida y exigieron que constara por escrito que el Club de Montaña de Varsovia estaba al corriente de los riesgos y asumía la responsabilidad completa de lo que pudiera ocurrir. Zawada se las arregló para convencer al club, conseguir financiación y, finalmente, poner en marcha la expedición. Aunque él mismo confesaría más tarde que de camino a Afganistán no las tenía todas consigo, lo cierto es que todo salió bien y así, el 12 de febrero de 1973, él y Tadek Piotrowsky hicieron cumbre. Era la primera vez que se escalaba un sietemil en invierno (era, de hecho, la primera vez que se intentaba). Allí, de pie en el techo de Afganistán, Zawada se preguntó: <<Y ahora, ¿por qué no un ochomil?>>.

Everest en invierno

El Lothse fue escogido para el primer intento de escalada de un ochomil en invierno. Fue al año siguiente de la expedición al Noshaq, en 1974. En aquella ocasión ningún miembro de la expedición pudo hacer cima; abandonaron a una altitud de 8.250 metros. Pero era la primera vez que alguien alcanzaba esa cota en invierno y, aunque la cima del Lothse aún quedaba a 250 metros, había otros siete ochomiles cuyas cumbres estaban más bajas que el punto alcanzado, así que aquella expedición sirvió para probar que se podía escalar un ochomil en invierno.

Equipo de la expedición al Lothse de 1974

Solo que, a continuación, Zawada no escogió ninguno de esos siete ochomiles para su siguiente intento invernal, sino que redujo la lista de candidatos a otros dos: el más alto y el más difícil; el Everest y el K2.

En 1977 la Asociación Alpina Polaca (PZA) se avino a solicitar un permiso al gobierno de Nepal para escalar el Everest en invierno, pero los nepalíes se negaron en redondo a expedirlo, aunque, curiosamente, en 1974 no había puesto pegas a lo del Lothse, que está literalmente pegado al Everest. Inicialmente, lo más que consiguieron los polacos fue un permiso para escalar el Everest en el premonzón de 1980, es decir, en primavera. Zawada estaba decepcionado, pero no podía dejar pasar la ocasión de organizar la primera expedición nacional polaca al Everest (Wanda Rutkiewicz había escalado la montaña el año anterior, pero con una expedición alemana). Se resignó y empezó a preparar la empresa. Se consolaba pensando que, al menos, podrían intentar abrir una vía nueva. Y entonces, el 22 de noviembre, ocurrió lo que ya nadie esperaba: llegó otra autorización para el invierno. Zawada, de pronto, tenía dos permisos para escalar el Everest, pero si quería aprovechar el invernal, tenía que montar una expedición de una complejidad sin precedentes en exactamente un mes.

Lo consiguió. No solo armó una expedición super pesada, sino que la equipó con algunos lujos nunca vistos en el base del Everest. Los polacos tenían, por ejemplo, una bañera de plástico en la que podían darse baños calientes (hasta que el plástico se congeló y se echó a perder); también dos equipos de radio que les permitían hablar, no solo entre los campos (esto no era novedad), ¡sino también con Polonia!

El 4 de enero el equipo polaco al completo estaba en el campo base. Zawada había decidido que la expedición invernal lo intentaría por la vía normal del collado sur, mientras que la de primavera buscaría abrir una nueva vía (esta coincidiría con la Euskal Espedizioa que colocó a Martín Zabaleta en la cumbre). Habría equipos diferentes para ambas expediciones, ambos con lo mejor del alpinismo polaco. 

El siguiente mes y medio fue un modelo de organización, oficio, fuerza, intrepidez y, a ratos, locura. Los expedicionarios desentrañaron los secretos de la gran cascada de hielo del Khumbu en un tiempo récord de solo cuatro días y empezaron a aprovisionar el campo I, justo por encima. Seis días después ya habían montado el campo III. Trabajaban sin parar aprovechando los días benévolos de aquella primera quincena de enero. Luego empezaron los zarpazos.

Los problemas llegaron a partir del campo III. El 23 de enero, un equipo que trataba de ascender hasta el collado sur para establecer el campo IV se vio obligado a regresar a medio camino debido a la tempestad que azotaba las laderas del Lothse. El escalador que más alto llegó, dejó su carga a 7.800 metros antes de darse la vuelta. Era Krzysztof Wielicki e iba a convertirse en uno de los representantes más destacados de la era dorada del alpinismo polaco que estaba a punto de comenzar. Lo curioso es que Wielicki ni siquiera debía estar ahí; era uno de los escaladores escogidos para la expedición de primavera, pero había acudido a cubrir una baja de última hora en la de invierno. Eso cambió su vida. Al día siguiente otro equipo intentó establecer el campo IV. Uno de sus componentes, Krzystof Zurek, fue derribado y arrastrado de mala manera por el viento. Salió bastante magullado, relativamente ileso, y pudo llevar al campo II, donde empezó a sentirse mal del estómago. Trató de descender hacia el base, pero cayó en una grieta y se dislocó el hombro. Sus compañeros lo sacaron de allí y le recolocaron articulación para, a continuación, reiniciar el descenso demasiado tarde. La noche se les echó encima en el laberinto de la cascada de hielo del Khumbu y a duras penas pudieron encontrar el camino hacia el base donde, dos días después, otra tempestad derribaría la tienda de Zurek con él convaleciente dentro.

Durante febrero el mal tiempo se empeñó en deshacer gran parte del trabajo que tanto les había costado completar. Una y otra vez, los polacos reconstruían los campos, reparaban las tiendas y seguían hacia arriba, pero el ánimo empezó a decaer. En un momento dado Zawada incluso escenificó un intento de cima sin posibilidades para dar ejemplo de ánimo. Eso es, al menos, lo que contó, pero bien podría ser que realmente hubiera intentado alcanzar la cima. Y es que un nuevo problema se había venido a sumar al de la meteorología: el permiso que tenían expiraba el día 15 de febrero. Zawada mandó a un porteador a Katmandú con una carta en la que pedía una prórroga, pero este volvió con la decepcionante noticia de que solo había conseguido dos días extra. El 17 de febrero tendrían que empezar a desmontar todo. 

Preparandose para partir de un campo de altura

El 11 de febrero, por fin, fueron capaces de establecer el campo IV en el collado sur; solo quedaba tiempo para un intento. Los únicos alpinistas que podrían intentarlo eran los que estaban en los campos altos: Krzysztof Wielicki y Leszek Cichy, los dos miembros más jóvenes de la expedición. Llegaron al collado sur el 16 de febrero, conscientes de que eran la última bala de la expedición invernal polaca al Everest. Ambos pasaron una noche infernal de viento y temperaturas por debajo de 40º bajo cero y, al día siguiente, partieron para la cumbre sin haber descansado y con una sola botella de oxígeno por cabeza. Durante toda la madrugada y la mañana de aquel día subieron con la carga de saber que todo dependía de ellos. Posteriormente reconocerían que, si no fuera por eso, si hubiera existido la posibilidad de que otros lo intentaran después, habrían abandonado sin dudarlo. Pero no abandonaron y a las 2 del mediodía alcanzaron la cumbre y lo comunicaron por radio al campo base.

Gracias al sistema de radio con que contaba la expedición, Polonia entera estaba celebrándolo antes incluso de que Wieliki y Cichy estuvieran de regreso en el campo IV. Pero ellos no estaban en condiciones de celebrar nada, el descenso fue una ordalía. Tuvieron que bajar hasta el campo IV sin oxígeno, en completa oscuridad y con congelaciones en los pies. Tardaron dos días más en alcanzar el campo base, Wieliki incluso hizo una parte del camino a cuatro patas. Así se inauguraron los locos años 80 del alpinismo polaco.

Krzysztof Wielicki con congelaciones en los pies a su vuelta de la cima

Locura polaca

El Everest en invierno fue solo el principio. Después de aquello, los polacos desembarcaron en el Himalaya y el Karakorum como los vikingos en Lindisfarne. Nada podía pararlos. Completaron 7 primeras invernales a montañas de más de ochomil metros (los polacos tienen 9 de las 14, pero las últimas dos son de 2011 y 2013, de una generación muy distinta); abrieron vías nuevas por todas partes (incluyendo una al Everest esa misma primavera, con el otro permiso); inauguraron el alpinismo de velocidad y en solitario (una especialidad de Wielicki); le disputaron a Messner el primer puesto en la consecución de los 14 ochomiles (en opinión de muchos, Jerzy Kukuczka los consiguió de forma más meritoria); y, en general, se resarcieron con creces de su ausencia en la conquista de los ochomiles de los años 50 y 60. Pagaron un precio muy alto por ello, eso sí; muchos de ellos se dejaron la vida en la montaña, pero hoy no hay un aficionado al alpinismo en el mundo entero que no haya oído hablar de los polacos.